miércoles, 2 de septiembre de 2009

Los Muertos Que Se Pasean






José A. Ríos Rojo

Los pueblos que desaparecerán con la presa Picachos tienen varias centurias de antigüedad, con muy arraigadas sus tradiciones, don Eustaquio Buelna habla de ellos en su obra Compendio Histórico y Geográfico y Estadístico (1877): Nos dice que la Municipalidad de la Noria tiene una población, con 1578; Puerta San Marcos, con 1,209; y Quelite, con 1,387. Las celadurías de la Noria son seis: San Marcos, Juantillos, Placer, Zapote, Tecomate y Metates.
Hoy estos pueblos están en lucha. Sus casas quedarán inundadas por la Presa Picachos. Están molestos, se sienten engañados, los compromisos no se cumplen y sus tradiciones son violadas, no existen para los funcionarios del gobierno estatal. Hay falta de sensibilidad. “GOBIERNO BANDIDO” dicen en sus mantas de protesta, yo diría, y además, insensible.
Cómo es posible que se juegue con los sentimientos de la gente, con una ancestral tradición de enterrar a los muertos, de tener su panteón, un lugar donde rezarles.
Algunas de las construcciones más gigantescas, lo mismo que algunas de las obras de arte más espléndidas y extravagantes y algunos de los rituales más complejos se han consagrado al entierro, al alojamiento y al equipamiento de los muertos, como una preparación al viaje del alma más allá de la tumba. Ya por el año 50,000 a.C. el hombre de Neandertal enterraba a sus muertos con flores, y por el año 7,000 a.C. florecía en Jericó un refinado culto a los antepasados. Nos quedamos asombrados al contemplar las pirámides de los faraones de Giza, el gigantesco montículo funerario de Silbury Hill, la imponente tumba piramidal de la selva chapaneca en Palenque. Los museos de todo el mundo se hallan repletos de accesorios funerarios.
Esa creencia persistente y universal en una vida después de la muerte es un fenómeno muy extraño. Es como si la parte racional del cerebro hiciera al hombre único en cuanto a su conciencia de que el único hecho inevitable de su vida es la muerte. Y sin embargo, en un nivel más profundo de conciencia la parte del cerebro más intuitiva no puede aceptar la inevitabilidad de la extinción del sujeto y de aquellos a quienes está vinculado. Por ello el individuo postula la existencia del alma como una entidad que habrá de permanecer después de su descomposición física. Casi de la impresión de que por medio millón de años ambas partes del cerebro hubieran sostenido una guerra irreconciliable entre sí, cada una rehusando aceptar la s conclusiones de la otra.
Hoy vemos que ni en eso se les ha cumplido a los habitantes de estos pueblos, no se le ha construido un panteón para el traslado de sus antepasados; exhiben en los lugares públicos restos de osamentas de sus seres queridos, de sus antepasados.
Como dice Pedro Brito: La dolorosa realidad en que se encuentran es que deberán abandonar sus casas, sus iglesias, sus panteones, sus frondosos árboles, sus escuelas, sus campos de labranza y todos los espacios simbólicos de su identidad territorial para irse a vivir, ahora a la fuerza, empujados por los policías, a los improvisados pueblos que el Gobierno les ha construido como compensación por quitarles sus tierras; deben irse a meter a los reducidos espacios de los pies de casa que las autoridades les ofrecen, por cierto, todavía con problemas de acceso a los servicios públicos básicos y en medio de un paisaje rural que les es hostil, muy diferente al que todavía mantienen en sus pueblos originales, los que deberán dejar de manera definitiva para que los inunde el agua de la presa.
Se quedarán sin su terruño, sin su matria, sin su pequeño mundo, sin sus tierras, sin sus muertos.
Los muertos que se pasean, dejémoslos descansar, constrúyasele un panteón
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